Vivimos en un mundo donde lo extraordinario suele ser confundido con lo espectacular.
Nos enseñaron que los milagros quedaron en los tiempos bíblicos, y que solo Jesús podía realizarlos.
Sin embargo, hay quienes seguimos creyendo que los milagros ocurren a diario, en lo sencillo, en lo invisible, en lo que muchos dan por sentado.
Yo soy testigo viva de ello
Recuerdo cuando tenía menos de 16 años y le pedí a Dios dejar de ver. Sí, le pedí eso, porque no quería seguir viendo la violencia, los maltratos, las palabras que herían. Mi vista se deterioró, y por años dependí de lentes gruesos que me recordaban mis traumas. Me llamaban “conejo con anteojos”, “Bugs Bunny”. El bullying fue tan cruel como la vida misma. Fui víctima de abuso siendo una niña, y la desesperación llegó a tal punto que, con apenas 8 años, llegué a poner un arma en mi boca. Nadie debería vivir eso… y sin embargo, sobreviví.
La vida me golpeó fuerte, pero mi alma decidió no rendirse. Salí a misionar con monjas, alfabetizando en zonas necesitadas. Viajé, escapé, sané.
Y poco a poco, algo cambió…
Hoy, estoy dejando atrás esos lentes. Mi graduación ha bajado. ¡Mis ojos están viendo mejor!
Y no, no es casualidad: es milagro.
Ver, escribir, abrazar un árbol, sonreír, perdonar… todo eso es milagroso.
Respirar oxígeno libremente, dar las gracias, ser amable. La naturaleza, la bondad, el perdón: son señales de que lo divino aún habita en lo humano.
Los milagros no siempre vienen envueltos en luces ni ángeles que descienden. A veces vienen en forma de paz después del caos. En la oportunidad de comenzar de nuevo. En una graduación óptica que baja cuando ya dabas por perdido tu cuerpo. En una mano amiga. En la ternura. En el amor propio.
Creer es abrir la puerta a lo imposible.
Y cuando uno cree… lo imposible ocurre.
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