Hubo una etapa en mi vida donde el color rosa me incomodaba profundamente.
No era por moda, ni por rebeldía… era porque sentía que me habían robado la feminidad.
Esa parte suave, tierna y brillante de mí se había apagado.
Me dolía.
Sentía que no encajaba en esa imagen de delicadeza.
El rosa me parecía un color demasiado vivo… y yo, simplemente, no me sentía viva.
Mi refugio eran los tonos oscuros.
Fui parte de una generación donde ser emo era más que un estilo; era una forma de gritar en silencio el dolor que nadie veía.
Me escondía detrás de la música rock alternativo, donde las letras tristes hablaban lo que mi alma callaba.
Me cortaba, no para llamar la atención, sino para tratar de silenciar un dolor que no encontraba palabras.
Vivía en un mundo gris, uno donde sufrir parecía inevitable, y sonreír… algo lejano.
Mi Vida en Colores:
Pero el tiempo, la búsqueda, y sobre todo, el deseo de sanar, me llevaron a un proceso de reconciliación.
No solo con los colores, sino conmigo misma.
Con mi historia.
Con mi cuerpo.
Con la vida.
Poco a poco empecé a permitir que los colores regresaran.
Primero tímidamente.
Luego, con más confianza.
Me atreví a volver a ser visible.
Hoy llevo una pijama marrón con rayas, y un suéter que combina rosa, gris y otros colores que alguna vez me parecieron ajenos.
Hoy celebro que puedo vestirme sin miedo.
Que puedo abrazar el rosa sin sentir que traiciono mi oscuridad pasada, sino honrándola por haber sido parte de mi camino.
Hoy entiendo que la feminidad no está en un color, sino en la fuerza de haberse levantado.
Que reconciliarse con la vida es también reconciliarse con los matices.
Y que ser valiente, como dice Michelle Poler, es atreverse a vivir con todos los colores del alma.
Volver a amar los colores fue mi manera de decirle al mundo:
sigo aquí, sigo viva… y ahora me elijo a mí.
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¿Hay algún color, recuerdo o parte de ti que aún no te has permitido recuperar?
Hoy puede ser un buen día para empezar a reconciliarte contigo misma.
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