El aire es distinto aquí, más puro, más libre.
El sonido del río que serpentea por el Molino del Sur es un canto eterno, un murmullo cristalino que da vida a todo lo que toca.
El agua no solo sacia la sed del pueblo, sino que alimenta los campos fértiles de la vega, donde manos trabajadoras siembran y cosechan lo que llegará a las mesas de tantos hogares.
A lo lejos, el relincho de un caballo rompe la armonía tranquila del amanecer.
Las vacas pastan con calma, ajenas al bullicio de la ciudad que parece un mundo aparte.
Aquí, entre los árboles de toronjas, el tiempo se mueve con otro ritmo.
Cada fruto cuelga como un pequeño sol dorado, impregnando el aire con su aroma cítrico.
Los pajaritos, con sus trinos juguetones, acompañan cada paso, como si fueran guardianes invisibles de los recuerdos.
La brisa acaricia los campos, susurrando historias antiguas a quien sepa escucharlas.
Y en medio de todo, el corazón se ensancha, lleno de gratitud por la simpleza de la vida lejos del asfalto y el ruido.
Aquí, en el Molino del Sur, el alma encuentra su hogar.
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