Creí perderme en noches de dolor,
en caminos rotos, sin luz ni amor.
El eco del llanto marcaba mi andar,
y el alma herida no dejaba de preguntar.
“¿Dónde estás, Dios, en mi soledad?
¿Por qué permites esta tempestad?”
Pero en el silencio, suave y sereno,
supe que nunca estuve en terreno ajeno.
Sus manos me alzaron, aunque no las vi,
sus pasos guiaron los días en que caí.
No fue su ausencia, no fue su desdén,
fue mi propio miedo, mi propio vaivén.
En templos distintos busqué su calor,
en bancos ajenos lloré mi dolor.
Pensé que me alejaba, que había partido,
pero Él me susurraba: “Aquí siempre he estado, hijo mío.”
No soy de muros ni de un lugar,
mi fe es un fuego que no sabe apagar.
Aunque las tormentas sacudieran mi ser,
su amor eterno me volvió a encender.
Dios no me dejó, nunca se apartó,
en cada tropiezo, su amor me abrazó.
Y hoy lo declaro, con paz en mi voz:
nunca me fui, siempre estuve con Dios.
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