Don Moncho siempre vivía quejándose por todo. Tenía un hermoso patio en su casa, pero nunca sembraba nada en él. Se quejaba porque sus vecinos tenían más que él: patios llenos de flores, árboles frutales, o hasta gallinas correteando. Sin embargo, Don Moncho nunca hacía nada para lograr lo que sus vecinos habían construido con esfuerzo.
Amargado y frustrado, siempre encontraba a quién culpar por su vida insatisfecha. “Es culpa del gobierno”, decía un día. “Es culpa de mi mala suerte”, repetía al siguiente. Sin embargo, Don Moncho no veía que, a pesar de sus constantes quejas, era un hombre alto, guapo, fornido y ya entrado en sus 50 años, con una salud envidiable. A diferencia de muchos en su vecindario, nunca se enfermaba, ni siquiera en los fríos inviernos. Era fuerte como un roble y sano como un toro. Pero a pesar de todo esto, vivía encerrado en su propia prisión: su ego.
Un día, mientras observaba por la ventana cómo el vecino Juanito trabajaba alegremente en su finca de café, Don Moncho sintió una punzada de curiosidad. “¿Cómo puede ser que ese hombre se vea tan feliz con tan poco?”, pensó. Juanito no tenía lujos, pero siempre estaba riendo, siempre trabajando y, sobre todo, siempre compartiendo. Era común ver a los vecinos visitarlo, regresar con una taza de café humeante en las manos y una sonrisa en el rostro.
Cansado de su propio malhumor y con un deseo de encontrar algo de paz, Don Moncho tomó una decisión que cambiaría su vida: se despojó de su orgullo y fue a visitar a Juanito. Al llegar, con cierta timidez, le pidió una taza de su famoso café.
—¡Claro, Don Moncho! ¡Siéntese, por favor! —dijo Juanito con una sonrisa que desarmaría a cualquiera. Mientras preparaba el café, comenzó a contar historias de su finca, de cómo había empezado con una sola planta y, con paciencia y dedicación, había logrado convertir su pequeño terreno en un paraíso de café.
Cuando Juanito le entregó la taza, el aroma era tan envolvente que Don Moncho sintió que su mundo gris comenzaba a llenarse de colores. Dio un sorbo y, por primera vez en mucho tiempo, sonrió. Pero no fue solo el café lo que le hizo sonreír, sino la calidez con la que Juanito lo había recibido.
Al terminar su visita, Don Moncho se animó a preguntar:
—¿Cuál es tu secreto, Juanito? ¿Cómo haces para ser tan feliz con tan poco?
Juanito lo miró y, con la misma serenidad de siempre, respondió:
—Compartir, Don Moncho. Cuando compartes lo que tienes, aunque sea poco, el corazón se llena de alegría. Yo comencé con una sola planta de café, y ahora tengo muchas. Pero mi verdadera riqueza no está en la finca, sino en las sonrisas de quienes vienen a disfrutar de un cafecito conmigo.
Esa noche, Don Moncho regresó a su casa con algo más que el sabor del café: regresó con una nueva idea sobre la vida. Al día siguiente, se arremangó la camisa y comenzó a trabajar en su patio. Plantó semillas, limpió los escombros y, poco a poco, fue transformando ese espacio vacío en un pequeño jardín lleno de vida.
Pero no se detuvo ahí. Cada semana visitaba a Juanito, no solo para aprender más sobre el cultivo del café, sino también para escuchar, reír y compartir. Con el tiempo, Don Moncho dejó de ser el ermitaño amargado del vecindario y se convirtió en un hombre lleno de propósito. Decidió sembrar su propia planta de café, y cuando dio su primera cosecha, preparó una taza y fue a compartirla con Juanito.
Así, Don Moncho descubrió que la verdadera felicidad no está en lo que tienes, sino en lo que das. Su vida cambió con una simple decisión: abrirse al mundo y compartir, aunque fuera algo tan pequeño como una taza de café.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario