Cuando llega el momento de decidir, ese instante en el que debes ser objetivo y sincero contigo mismo y con los demás, me he dado cuenta de que nunca hay un momento “perfecto”.
Así que un día me dije: “Hakuna Matata” (espero que Disney no me bloquee por usar su frase, pero es perfecta para la ocasión).😅😅
Dejé atrás los miedos y las sombras que me perseguían, y decidí resurgir como el ave fénix: triunfante, fuerte y brillando más que nunca.
Pero no lo hice sola. Claro que no. Este resurgir fue posible gracias a la ayuda de mi Padre Celestial, el Todopoderoso, el Creador de todo. Durante los momentos más oscuros, cuando pensé que estaba sola, Él estaba ahí. No lo veía, no lo sentía, y en mi dolor y desesperación incluso lo culpé. Lo acusé de ser el responsable de todas las tragedias de mi vida. Le grité, lo cuestioné, y dejé de creerle, de confiar en Él, de amarlo.
“¿Por qué me haces esto? ¿Por qué permites tanto sufrimiento?” le decía con rabia. Pero con el tiempo, entendí algo profundo y revelador: Dios nunca tuvo la culpa de mis decisiones. Las malas elecciones fueron mías, y aún así, Él nunca me abandonó.
Fue a través de pequeños milagros y encuentros con “ángeles” —personas enviadas por Él para ayudarme en mis momentos de mayor necesidad— que comencé a darme cuenta de su presencia constante en mi vida. Esos ángeles llegaron con palabras de aliento, gestos de amor, y en los momentos más inesperados, me hicieron sentir vista, querida y escuchada.
El camino no ha sido fácil, pero hoy puedo decir con certeza que Dios estuvo ahí en cada paso. Aunque yo lo ignoraba, Él caminaba conmigo, y me sostenía incluso cuando yo misma no quería seguir adelante.
¿Crees en Dios? Yo aprendí a creer de nuevo, a confiar en Él y, sobre todo, a amarlo. Porque, al final, entendí que mi dolor nunca fue su castigo, sino parte de mi aprendizaje. Cada cicatriz es testimonio de su amor, porque a pesar de todo, aquí estoy: resurgiendo como el ave fénix, con la fuerza de quien sabe que nunca está realmente sola.
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