domingo, 29 de diciembre de 2024

Agua de coco lloviznada



El camino se extiende frente a nosotros, serpenteando entre árboles que parecen aplaudir suavemente con la brisa húmeda.

Las gotas de lluvia, ligeras como susurros, decoran el parabrisas mientras seguimos avanzando, uniendo el cielo gris con la promesa de un hogar cálido al final del trayecto.

Cada curva trae consigo un nuevo paisaje, pero siempre, sin falta, está la parada obligatoria: los cocos.


Allí están, apilados como pequeños guardianes de la frescura, esperando a ser escogidos.

 “Agua de coco asoleada,” decimos con cariño cuando el sol nos acompaña. Pero hoy, con esta llovizna juguetona, nos reímos y decimos: “Agua de coco lloviznada.” Qué curioso suena, como si la lluvia les diera un toque especial, una bendición que no podemos ignorar.


El coco en sí tiene su propio ritmo, su propio mundo. Casi puedo escuchar su historia al abrirlo, el chasquido que anuncia la liberación de su esencia.

Es un regalo, uno que siempre sabe mejor en el camino, sea bajo el sol abrasador o bajo este cielo nublado que parece envolverte en un abrazo fresco.


Y la lluvia… Ah, la lluvia, esa vieja amiga. No se limita a caer; conversa con la tierra, con las hojas y con nosotros.

Habla de renovación, de calma, de pausas necesarias en medio de la prisa diaria. Es un recordatorio de que incluso los días grises tienen su belleza, de que incluso el camino más largo puede transformarse en algo especial cuando lo recorres con gratitud.


Hoy, entre la llovizna, el coco y el camino, siento que la vida misma se desliza suavemente, como esas gotas sobre el vidrio.

No importa si está soleado o lloviendo, mientras tengamos momentos como este, cargados de risas y pequeños placeres, todo estará bien.


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