Un tributo a los silenciosos cuidadores del alma
Llevo más de una semana enferma.
No ha sido fácil.
La fiebre va y viene, el cuerpo se cansa rápido, y la mente… bueno, se llena de pensamientos que a veces pesan más que los síntomas.
En medio de todo eso, he redescubierto algo que a menudo damos por sentado: el amor incondicional de un ser pequeño, peludo y silencioso.
Dicen que los gatos no son tan cariñosos.
Que son independientes, que van y vienen cuando quieren.
Pero mi gata ha sido mi sombra desde que regresé de Nicaragua, justo cuando empezó mi malestar.
Desde entonces, no se ha despegado de mí.
A diferencia de los humanos, no me pregunta cómo me siento.
No me ofrece consejos ni se preocupa por decir lo correcto.
Solo se acurruca a mi lado, se acomoda sobre la manta que me arropa, y permanece ahí. Callada, atenta, presente.
Los animales tienen esa capacidad mágica de simplemente estar. Y ese “estar” lo dice todo.
No se necesita más.
🌙 Hay noches en las que me despierto por el dolor o por la fiebre, y ahí está ella. Dormida junto a mí, como si supiera que su compañía es más medicina que cualquier pastilla.
He aprendido en estos días que el amor no siempre viene en grandes gestos.
A veces, viene en forma de una mirada tierna, de un ronroneo suave o de un cuerpecito tibio que se acurruca justo donde más lo necesitas.
Mi gata no me ha curado el cuerpo, pero sí ha aliviado el alma.
Y eso también cuenta.
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