Vivimos en un mundo que, muchas veces, parece obsesionado con etiquetar, dividir y clasificar a las personas.
Pero, cuando dejamos de lado los prejuicios, nos damos cuenta de que lo único que realmente importa no son las etiquetas, sino el corazón de cada ser humano.
Hace poco, reflexioné sobre esto al pensar en un amigo especial, una persona noble, auténtica y generosa. Él, como muchos, ha enfrentado la soledad que a menudo impone una sociedad que no siempre comprende o valora lo diferente.
Pero lo que más me impacta de él no es su orientación, sus decisiones o lo que otros puedan pensar, sino su capacidad de ser una luz para quienes lo rodean, su forma de vivir con integridad y su disposición de entregar bondad en cada gesto.
El corazón humano no tiene colores, etiquetas ni fronteras. Lo que define a una persona es su empatía, su amor por los demás y la forma en que elige vivir en sintonía con sus valores más profundos.
Su orientación sexual es solo una parte de quien es, pero su esencia, su verdadero ser, brilla mucho más allá de cualquier etiqueta.
Es tiempo de que dejemos de mirar a las personas con los ojos de los juicios y aprendamos a verlas con el corazón.
La humanidad no se trata de dividir, sino de abrazar, de entender que cada uno de nosotros lleva una historia, una lucha y un deseo común de ser aceptado y amado.
A mi amigo, y a todos los que alguna vez se han sentido juzgados, quiero decirles esto: ustedes son valiosos, no por lo que otros vean o piensen, sino por el amor que portan en su interior. Y para quienes aún no han aprendido a mirar más allá de las diferencias, los invito a abrir su corazón.
Porque, al final del día, no hay nada más importante que el amor que somos capaces de dar y recibir.
Porque Dios nos ama a todos por igual, nos acepta ¿debemos hacerlo nosotros?
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