La vida, en su esencia, se asemeja al mar. A veces, nuestras aguas son tranquilas, reflejando el cielo como un espejo sereno. Esos momentos de calma son preciados, llenos de una quietud que nos invita a respirar profundamente y a disfrutar de la simplicidad de la existencia. Pero, como en toda travesía marina, esa paz no está garantizada para siempre.
Un día, sin aviso, las olas comienzan a crecer. Tal vez un viento inesperado las agite, o quizás una tormenta oculta en el horizonte desate su furia sobre nuestras aguas. Esos son los momentos en los que las cosas cambian. Puede que nos sintamos desorientados, tambaleándonos en medio del oleaje, preguntándonos si podremos mantenernos a flote.
En esas horas oscuras, todo parece desmoronarse, como si el mar estuviera decidido a tragarnos.
Sin embargo, la vida también nos enseña una lección poderosa: ninguna tormenta es eterna. Con el tiempo, las aguas se calman, las olas dejan de rugir y el cielo gris da paso nuevamente al azul. Lo que parecía insuperable se desvanece en el horizonte, y la tranquilidad regresa.
Es en esta dinámica constante donde reside la sabiduría de la vida. Cada complicación, cada momento de caos, nos moldea y nos enseña algo valioso. Nos recuerda que la vida no se trata de evitar las olas, sino de aprender a navegar en ellas. A veces, esas tormentas nos hacen más fuertes, más resilientes, capaces de valorar aún más los días de calma.
Por eso, cuando enfrentes tus propias olas, recuerda esto: todo pasa, todo se soluciona. Confía en que el mar, como la vida, siempre encuentra su equilibrio.
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