Es 12 de agosto, son las 7:27 pm de la noche y el cursor parpadea frente a mí como un pequeño faro que espera guiarme… pero no hay barco, ni vela, ni viento que me lleve a puerto.
El famoso bloqueo del escritor ha llegado de nuevo, ese visitante silencioso que no pide permiso para entrar.
No es que no haya ideas.
De hecho, en mi cabeza hay un océano revuelto: pensamientos, recuerdos, reflexiones y hasta frases sueltas que podrían convertirse en algo hermoso.
Pero cuando quiero atraparlas, se deshacen entre mis dedos, como si fueran agua.
El ruido que no se traduce en palabras
A veces pienso que el verdadero bloqueo no es la ausencia de inspiración, sino el exceso de cosas que queremos decir al mismo tiempo. Tantas historias empujándose en la puerta que ninguna logra entrar completa. Es como querer cantar todas las canciones favoritas en un solo aliento: se termina en silencio.
Aceptar el vacío como parte del proceso
No siempre hay que pelear contra este vacío. Tal vez escribir no es solo llenar páginas, sino también aprender a escucharse en silencio. Sentarse frente a ese lienzo blanco y no forzar las palabras, sino dejar que lleguen cuando quieran, sin rencor, sin prisa.
Pequeñas salidas de emergencia
En esos momentos, me sirve escribir algo pequeño: una frase, una imagen, un recuerdo. Algo que no intente ser perfecto, sino honesto. Porque a veces, el primer paso para romper el bloqueo es aceptar que no tenemos que escribir una obra maestra cada día.
Y si hoy solo puedo escribir que no sé qué escribir… pues eso es lo que dejaré aquí.
Porque incluso el silencio tiene algo que contar.
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