Hoy no se celebra una muerte. Se honra un legado.
Un 25 de junio, el mundo perdió a uno de los artistas más grandes que ha pisado esta tierra: Michael Jackson. Pero más allá del Rey del Pop, de los escenarios brillantes y los aplausos interminables, hoy recordamos al ser humano detrás del guante blanco. Al niño que nunca pudo ser niño. Al hombre que, con cada paso de baile, gritaba su verdad en silencio.
Michael no solo cantaba, comunicaba el alma.
Quienes crecimos con su música, sentimos que nos hablaba directamente al corazón. “You Are Not Alone”, “Man in the Mirror”, “Earth Song”… no eran solo canciones, eran confesiones envueltas en melodía, mensajes con alma, súplicas por amor, paz y comprensión.
Fue un alma herida que quiso sanar al mundo.
Michael sufrió. Fue juzgado, incomprendido, presionado por una fama que muchas veces se volvió una jaula dorada. Pero aun así, eligió el amor. Eligió la compasión. Eligió usar su voz para defender a los niños, a los invisibles, a los que nadie quería mirar.
“If you wanna make the world a better place, take a look at yourself and make a change.”
— Michael Jackson, Man in the Mirror
El niño eterno que vivía en Neverland.
No era solo un parque de diversiones. Era su refugio. Su manera de reconstruir lo que le fue robado en su infancia. Era su forma de decir: “Aquí soy libre, aquí soy yo”. Y quizás por eso muchos no lo entendieron, porque pocos logran conservar la inocencia después de haberlo perdido todo tan temprano.
Su arte cruzó fronteras, razas, idiomas y generaciones.
¿Quién no ha intentado imitar el moonwalk alguna vez? ¿Quién no ha sentido escalofríos al escuchar “Thriller”? ¿Quién no se emocionó con “Heal the World”? Michael no era solo un artista; era un movimiento, una revolución con guante blanco y corazón expuesto.
Y aunque ya no está, sigue estando.
Porque los verdaderos artistas no mueren, se transforman en legado. En melodía. En susurros que se cuelan en la piel. Y hoy, cada 25 de junio, no lloramos su ausencia. Celebramos su existencia.
Gracias, Michael.
Por ser voz cuando nos faltaban palabras.
Por bailar cuando el alma dolía.
Por recordarnos que, incluso con heridas profundas, uno puede seguir dando amor.
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