Aveces estamos tan presentes en la vida de alguien que nos volvemos invisibles.
Nos esforzamos tanto por estar ahí, por ser incondicionales, que nos convertimos en parte del paisaje, en algo que se da por sentado.
Nos desgastamos en cada gesto, en cada muestra de cariño, en cada esfuerzo por estar disponibles. Pero cuando siempre estás, cuando nunca fallas, dejan de notarlo.
Saben que pueden contar contigo, que pase lo que pase, estarás ahí. Y en esa certeza, en esa seguridad, pierden la capacidad de valorar.
La ironía es que aquellos que tienen la fortuna de encontrarse con una buena persona, en lugar de cuidarla, muchas veces la descuidan. En lugar de apreciarla, la relegan a un segundo plano.
Vivimos en un mundo al revés, donde el esfuerzo constante es ignorado y lo esporádico es celebrado.
Donde quien aparece de vez en cuando recibe gratitud, pero quien está siempre es dado por hecho.
¿Por qué las personas buenas son las más maltratadas?
¿Por qué en esta sociedad parece que ser distante o indiferente atrae más atención que ser genuino y presente?
Quizás, el problema no está en ser bueno, sino en ser bueno sin límites, sin exigir el mismo esfuerzo en retorno.
No se trata de dejar de ser quien eres, sino de aprender a poner límites, de recordar que tu tiempo y tu amor también merecen ser valorados.
Porque al final, la verdadera ceguera no es la falta de visión, sino la incapacidad de apreciar lo que realmente importa.
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